Querida Carolina 2:

 

Hoy, no sé muy bien por qué, me estaba acordando de aquella vez en que te expulsaron del colegio “por drogas”. ¡Qué fuerte queda decirlo así! Pero es que fue así como pasó. Creo que lo recordarás con bastante claridad, pues una cosa así es impactante y más en una chica que ni por edad ni por ambiente ni por nada hacía presagiar algo así.

 

Nos llamaron por teléfono del colegio para que subiéramos corriendo a ver a la directora. Subimos papá y yo muy preocupados por la urgencia de la llamada y una vez allí nos explicaron el quid del asunto: Una niña había llevado porros al centro y unas cuantas habíais aprovechado el patio para alejaros del grupo y probar algo tan atractivo y novedoso. Así de sencillo y sin pensarlo demasiado que es como se hacen estas cosas.

 

Debías tener 12 ó 13 años y a ti -que siempre has sido muy lanzada- te debió parecer lo más. En lo que no caíste fue en que ese hecho era una falta muy grave, de las que nos erizan “los pelos” a los padres y por supuesto a la dirección de los colegios.

¡De castigo llevaba aparejada nada más y nada menos que la expulsión del colegio una semana! 

 

Cuando ya estábamos en casa, asimilando el disgusto, el teléfono fijo empezó a sonar, que es lo que pasaba cuando no había WhatsApp. Muy amables los padres nos comprendían y apoyaban y estaban de acuerdo en que la ocasión merecía medidas drásticas. Pero era a la hora de aplicarlas y concretarlas cuando surgían las diversas opiniones y los conflictos. Con muy buena voluntad y ganas de apoyar me iban diciendo mis amigas y amigos que estaban con nosotros, que nuestra hija “era muy buena niña”, que ella “no llegó a fumar”, o que “no se tragó el humo”, o “que no sabía lo que hacía”.

 

En pocas palabras: que eran cosas de niñas, que en el colegio se habían pasado, que ahí es donde debían demostrar el amor cristiano las directoras… y que ese castigo era excesivo y no se podía tolerar. Yo, que por ser por la tarde y papá estar en el despacho, era la que cogía el teléfono, les agradecí su buena voluntad y cariño, pero intenté aclarar que a mí me parecía una buena medida. Es verdad que son cosas de niñas, pero igual que hacerlas es cosa de niñas, de padres y profesoras es “castigarlas “o tomar medidas.

 

Cuando llegó papá hablamos los dos muy seriamente contigo, Carol, y muy enfadados lógicamente. Daba igual si no llegaste a fumar, o si no te tragaste el humo, o si fueron 5 minutos o si simplemente pasabas por ahí. El caso es que estabas donde no tocaba y era importante que aprendieras la lección.

 

Luego, ya más serenamente, cada día te recordaba la vergüenza que pasaba al ir a llevar a tus hermanos al colegio. La verdad es que le echaba un poco de cuento al asunto para darte pena: “Todos los padres me deben mirar (te decía con cariño y pena) y comentar: Mira, es la madre de la de las drogas. Pero tranquila -te seguía diciendo con la misma cara triste- que la vergüenza que pase no es importante, lo importante es que tú ya sabes que has hecho una tontería e intentarás que no pase más”.

 

Intentaba llegarte al corazón y que te arrepintieras de lo hecho, aunque fuera solo por pena hacia tus padres, pobres padres que estaban muy, muy hundidos con tu actuación.

 

En esos momentos y a esa edad no es fácil entender la trascendencia de los hechos.

Difícilmente entienden y aceptan los hijos, en muchas ocasiones, su mala actuación.

Por eso los castigos, pienso que no suelen ser muy efectivos. La percepción de los hijos en ese momento es de sentirse rechazados y no aceptados y eso les produce rabia, a veces odio al que emite el castigo y pensamientos del tipo “la próxima vez lo haré sin que te enteres”.

 

Un castigo en una familia debe ser algo excepcional y nunca puede responder a un calentón de los padres. Es mucho mejor, cuando han hecho algo reprobable, intentar llegar al corazón del hijo y explicarle lo triste que me he puesto, o la vergüenza que estoy pasando por tu actuación. A veces no es fácil porque el hecho de marras nos pone muy furiosos y nos sube la bilirrubina, pero merece la pena esforzarse. Si logramos tener serenidad e intentar llegarles al corazón vemos que cualquier contratiempo puede resultar educativo. De todo se puede sacar algo bueno.

 

Cuando conseguimos que el hijo este triste y pesaroso de lo que ha hecho es cuando lograremos que intente no volverlo a hacer. Es un buen camino también para que, cuando vaya creciendo, haga lo correcto. ¿Quién no ha dejado de hacer algo en la adolescencia por respeto a sus padres, que no se lo merecen?

 

Es verdad que alguna vez puede ser aconsejable un castigo. Sirve para aprender que los actos tienen consecuencias, pero no pueden ser por una rabieta nuestra sino pensado y ponderado. Además, lo lógico es que haya sido anunciado antes. Por ejemplo: Si suspendes no vendrás a este viaje. O que sea una consecuencia lógica de lo que (queriendo o sin querer) se ha hecho: Si has roto algo en el cole tienes que pagarlo. También si es algo público igual necesita escarmiento público, como en el caso de tu porro. Se le explica la importancia del acto y que no puede quedar impune ante los que lo han contemplado.

 

Otra cosa lógica -pero no siempre fácil de realizar- es que los pocos castigos que se pongan, se cumplan. No vale perdonarlos. Aunque nos pidan perdón y aunque nos dé mucha pena nuestro hijo. A todos nos pasa (o al menos a mí me ha pasado a veces) que les pones un castigo influenciada por un enfado instantáneo y luego te arrepientes un montón, aunque sólo sea porque es una carga hacérselo cumplir. Es cuando surge la gran tentación de perdonarle el castigo y fácilmente lo hacemos. Además, es la manera más sencilla de que estemos todos otra vez tan contentos. Pero no es bueno, lo mejor es seguir firmes ya que lo hemos puesto. Bueno, si se cede una vez de muchas no importa, pero que no sea lo habitual.

 

Un abrazo Carol. Y menos mal que, gracias a Dios, tu incidente con “las drogas” se quedó en una historia familiar más.

Deja un comentario